16 oct 2011

El teatro y Shakespeare. "Introducción a la Literatura Inglesa" (1965) - Jorge Luis Borges; María Esther Vázquez

Introducción a la Literatura Inglesa
(1965)
Con María Esther Vázquez


EL TEATRO
En el comienzo de la era cristiana, la Iglesia condenó las artes, que estaban vinculadas, naturalmente, a la cultura pagana. Por eso no deja de ser paradójico que en la Edad Media el teatro resurja de la liturgia. La misa representa la Pasión; en las Sagradas Escrituras abundan episodios dramáticos. Los clérigos, para edificación de los fieles, escenificaron algunos de ellos; del templo se pasó al atrio, del latín a los idiomas vernáculos. Nacen así los miracle plays, que en Francia y en España se llamaron misterios. En Inglaterra, los gremios dramatizaron toda la Biblia y llegaron a representar, al aire libre, la historia universal desde la caída hasta el Juicio. Las funciones duraban varios días y era costumbre hacerlas en mayo. Los marineros tripulaban el arca de Noé, los pastores traían las ovejas, los cocineros preparaban la Última Cena. De los milagros se pasó a las moralidades, es decir, a piezas de carácter alegórico, cuyos protagonistas son los vicios y las virtudes. La más famosa se titula Everyman (Cada cual).
El teatro religioso cede su lugar al seglar; el primer nombre ilustre es el de CHRISTOPHER MARLOWE (1564-93). Hijo de un zapatero de Canterbury, perteneció al grupo de los university ivits, ingenios universitarios, que competían con los legos, a quienes las compañías encargaban la elaboración de piezas de teatro. Frecuentó la famosa Escuela de la Noche, que se reunía en casa del historiador y explorador Walter Raleigh; era ateo y blasfemo. Ejerció el oficio de espía; a los veintinueve años murió apuñalado en una taberna. Un crítico norteamericano le atribuye la paternidad de las obras de Shakespeare. Inició lo que su contemporáneo, Ben Jonson llamó the mighty line, el verso poderoso. En cada una de sus tragedias hay, en rigor, un solo protagonista, el hombre que desafía las leyes morales; Tamerlán busca la conquista del mundo, el judío Barrabás el oro, Fausto la suma del conocimiento. Todo ello corresponde a la época inaugurada por Copérnico, que proclamó la infinitud del espacio, y de Giordano Bruno, que visitó la Escuela de la Noche y perecería en la hoguera.
Eliot observa que la hipérbole, en Marlowe, siempre está a punto de caer en la caricatura y que siempre se salva. La observación podría aplicarse a Góngora y a Hugo. Tamerlán, en la tragedia que lleva su nombre, aparece en una carroza a la que están uncidos cuatro reyes, sus prisioneros, que él injuria y azota. En otra escena, encierra en una jaula de hierro al sultán de Tur­quía; en otra, arroja a las llamas el Corán, libro sagrado que para los espectadores de Marlowe bien pudo parecer un símbolo de la Biblia. Fuera de la conquista del mundo, una sola pasión do­mina su pecho, el amor de Zenócrate. Ésta muere; Tamerlán com­prende, por vez primera, que él también es mortal. Ya loco, orde­na a sus soldados que dirijan la artillería contra el cielo “y emban­deren con negros estandartes el firmamento, para significar la matanza de los dioses”. Menos dignas de Tamerlán que de Fausto nos parecen estas palabras que Marlowe pone en boca de aquél y que son características del Renacimiento: “La naturaleza ha creado nuestras almas para que éstas comprendan la prodigiosa arquitectura del mundo”.
La trágica historia del doctor Fausto fue alabada por Goethe. El protagonista hace que Mefistófeles le traiga el fantasma de Helena. Extasiado, exclama: “¿Es éste el rostro por el cual zarparon mil naves y que incendió las torres infinitas de Ilión? ¡Oh Helena, hazme inmortal con un beso!”. A diferencia del Fausto de Goethe, el de Christopher Marlowe no se salva. Ve declinar el sol de su último día y nos dice: “Mirad cómo la sangre de Cristo inunda el firmamento”. Quiere que la tierra lo oculte, quiere ser una gota del océano, una pizca de polvo. Suenan las doce campanadas; los demonios lo arrastran: “Tronchada está la rama que pudo haber crecido derecha y quemado el laurel de Apolo”.
Marlowe prepara el advenimiento de Shakespeare, que fue su amigo. Dio al verso blanco un esplendor y una flexibilidad antes no conocidos.
El destino de WILLIAM SHAKESPEARE (1564-1616) ha sido juzgado misterioso por quienes lo miran fuera de su época. En realidad, no hay tal misterio; su tiempo no le tributó el idolátrico homenaje que le tributa el nuestro, por la simple razón de que era autor de teatro y el teatro, entonces, era un género subalterno. Shakespeare fue actor, autor y empresario; frecuentó la tertulia de Ben Jonson, que años después deploraría “su escaso latín y menos griego”. Según los actores que lo trataron, Shakespeare escribía con suma facilidad y no borraba nunca una línea; Ben Jonson, como buen literato, no pudo dejar de opinar: “Ojalá hubiera borrado mil”. Cuatro o cinco años antes de morir, se retiró a su pueblo de Stratford, donde adquirió una casa que era evidencia de su nueva prosperidad, y se entregó a litigios y a prés­tamos. No le interesaba la gloria; la primera edición de sus obras completas es póstuma.
Los teatros, ubicados en el suburbio, eran descubiertos. El público, los groundlings, estaba de pie en un patio central; alre­dedor había galerías, algo más caras. No había bambalinas ni telones. Los cortesanos, acompañados por sus sirvientes, que les llevaban sillas, ocupaban los costados del escenario; los actores debían abrirse camino entre ellos. En el drama actual, los perso­najes pueden continuar una conversación ya iniciada, al levantarse el telón; en el de Shakespeare, era forzoso que entraran en escena. Por la misma razón era preciso que retiraran los cadáveres, que solían ser abundantes en el último acto. Por eso Hamlet fue ente­rrado, con todos los honores militares; por eso cuatro capitanes lo llevan a la sepultura y Fortimbrás dice: “Que resuenen sonora­mente por él la música del soldado y los ritos de la guerra”. La ausencia de bambalinas obligó a Shakespeare; afortunadamente para nosotros, a la creación verbal de paisajes. Más de una vez lo hizo también con fines psicológicos. El rey Duncan divisa el castillo de Macbeth, donde lo asesinarán esa noche, mira las torres y las golondrinas y observa con patética inocencia, ajeno a su destino, que donde éstas anidan, “a aire es delicado”. Lady Mac­beth, en cambio, que sabe que va a matarlo, dice que el cuervo mismo se enronquece al anunciar la entrada de Duncan. Macbeth anuncia a su mujer que esa noche llegará Duncan, ella pregunta: “¿Y cuándo se irá?” “Dice que mañana”, contesta Macbeth. “Nun­ca verá el sol de mañana”, responde ella.
Goethe opinaba que toda poesía es poesía de circunstancia; no es imposible que Shakespeare escribiera la tragedia de Macbeth, una de las más intensas creaciones de la literatura, llevado por el hecho casual de que el tema era escocés y de que un rey de Escocia, Jaime 1, ocupaba el trono de Inglaterra. En cuanto a las tres brujas o Parcas, es oportuno recordar que el rey era autor de un tratado de hechicería y creía en la magia.
Más compleja y más lenta que Macbeth es la tragedia de Hamlet. El argumento original está en las páginas del historiador danés Saxo Gramático; Shakespeare no lo leyó directamente. El carácter del héroe ha sido objeto de discusiones múltiples; Coleridge le atribuye una primacía del intelecto sobre la voluntad. Casi no hay personajes secundarios; recordamos a Yorick, creado para siempre por unas cuantas palabras de Hamlet, que tiene entre las manos su calavera. Son asimismo inolvidables las dos mujeres antagónicas de la tragedia: Ofelia, que comprende a Hamlet y muere abandonada por él; Gertrudis, dura, torturada y sensual. En Hamlet ocurre además el efecto mágico, elogiado por Schopenhauer y que le hubiera agradado a Cervantes, de un teatro dentro del teatro. En ambas tragedias, Macbeth y Hamlet, un crimen es el tema central; en la primera motivado por la ambición, en la segunda por la ambición, la venganza y la necesidad de justicia.
Muy diversa de las dos obras que hemos considerado es la primera tragedia romántica que Shakespeare escribió, Romeo y Julieta. El tema es menos la final desventura de los amantes que la exaltación del amor. Hay, como siempre en Shakespeare, curiosas intuiciones psicológicas. Ha sido alabado el hecho de que Romeo se encamine al baile de máscaras en busca de Rosalinda y se enamore de Julieta; su alma estaba dispuesta para el amor. Las frecuentes hipérboles, como en Marlowe, están siempre justificadas por la pasión. Romeo ve a Julieta y exclama: “Ella enseña a brillar a las antorchas”. Encontramos, como en el citado caso de Yorick, personajes que nos son revelados mediante unas pocas palabras. La trama exigía que el héroe adquiriera un veneno. El boticario se rehúsa a venderlo; Romeo le ofrece oro; el boticario dice: “Mi pobreza consiente, no mi voluntad”. “No compro tu voluntad sino tu pobreza'', es la contestación. Una intervención del ambiente como elemento psicológico hay en la escena de la despedida en la alcoba. Ambos, Romeo y Julieta, quieren demorar la separación; la amada quiere persuadir al amante de que el ruiseñor ha cantado, no la alondra, que anuncia la mañana; Romeo, que se juega la vida, está pronto a aceptar que el alba es un reflejo gris de la luna.
Otro drama de carácter romántico es Otelo, el moro de Venecia, cuyos temas son el amor, los celos, la maldad pura y lo que el dialecto de nuestro siglo ha dado en llamar “complejo de inferioridad”. Yago, que odia a Otelo, odia también a Casio, que tiene un cargo militar superior al suyo. Otelo se siente inferior a Desdémona, porque le lleva muchos años y ella es veneciana, y él, negro. Desdémona acepta su destino y, asesinada por Otelo, trata de tomar sobre sí la culpa de su muerte; el amor y la fidelidad a su señor la definen. Descubierta la vil estratagema de Yago, Otelo siente esas virtudes y se apuñala, no por remordimiento, sino porque descubre que es incapaz de vivir sin ella.
Los límites que impone un manual no nos permiten más que la mención de obras capitales como Antonio y Cleopatra, Julio César, El mercader de Venecia y El rey Lear. Querríamos, sin embargo, indicar el carácter de Falstaff, caballero ridículo y querible, como Don Quijote, y, a diferencia de éste, dotado de un sentido del humor, del todo anómalo en las letras del siglo XVII.
Shakespeare dejó también una serie de ciento cuarenta y tantos sonetos, que han sido admirablemente vertidos al español por Manuel Mujica Láinez. Son, no cabe duda, autobiográficos; aluden a una historia amorosa que nadie ha descifrado del todo; Swinburne los llama “documentos divinos y peligrosos”. Uno de ellos incluye una referencia a la doctrina neoplatónica del alma del mundo; otros, a la doctrina pitagórica de que la historia universal se repite cíclicamente.
La última tragedia que escribió Shakespeare es La tempestad. Ariel y su reverso, Calibán, son invenciones extraordinarias. Próspero, que destruye su libro mágico y renuncia a las artes de hechicería, bien ruede ser un símbolo de Shakespeare que se despide de su labor creadora.

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