Por Jenaro TALENS
Fuente: Revista Literaria Azul@rte
La multiplicación
exponencial de lo monstruoso como encarnación de la otredad es una de las
características más controvertidas de una civilización que se pretende racional
y científica.
Frankenstein
y su llegada al cine supusieron una gran conmoción.
L’Enfer,
c’est l’Autre, escribía Jean Paul Sartre en su conocida pieza dramática Huis
clos en plena ocupación alemana de París. Más allá de las implicaciones
filosóficas que subyacían al drama sartreano, lo que quizá más llame la
atención es la rabiosa actualidad de la fórmula; que décadas después la idea de
culpabilizar al otro haya calado hasta tal punto en el imaginario político y
cultural de la mal llamada “sociedad del conocimiento”. La demonización de
cuanto conlleva la irrupción de lo diferente en la supuesta normalidad de lo
asumido como común y natural ha acabado convirtiéndose en principio rector de
muchos comportamientos tanto públicos como privados. Desde la conversión de la
figura del inmigrante en una suerte de caballo de Troya, pronto a subvertir los
valores convencionales de Occidente, hasta el sistemático cuestionamiento de
los derechos de las minorías étnicas, sexuales o de cualquier otro tipo,
pasando por la persistente voluntad de imponer las propias creencias a todo
bicho viviente —sean estas islámicas o nacionalcatólicas—, la idea de convertir
la diferencia en indicio de peligro y subversión parece ser, cada vez con mayor
fuerza, una de las características más reconocibles del mundo actual en los
inicios del tercer milenio.
Cuando
lo que conocíamos como sociedad del bienestar empieza a ser, no ya cuestionada,
sino consciente y sistemáticamente enviada al desguace, tal vez resulte
oportuno reflexionar sobre la razón profunda que motivó su nacimiento: el miedo
a los avances de una revolución que, se pensaba, olía a azufre. Fue su mismo
carácter de placebo lo que ha permitido que, una vez evacuadas las médicas de
su nacimiento, tras la caída de la Unión soviética y del muro de Berlín, ya no
resulte necesaria su existencia ni como metáfora farmacéutica.
Muerto
el perro, se acabó la rabia. El cine y la literatura de la segunda mitad del
siglo XX e inicios del actual han colaborado de manera sistemática a propagar
ese miedo a lo diferente (o desconocido) como peligro siempre presente y ante
el que no había que bajar la guardia. Desde los monstruos del espacio exterior
(se llamasen The Thing o las varias manifestaciones de Aliens) hasta las más
sutiles corporeizaciones de diversas abducciones (recuérdese La invasión de los
ladrones de cuerpos de Don Siegel, en pleno inicio de la guerra fría, sin
olvidar las series televisivas tipo The Invaders o X-Files, o los bestsellers
que remiten a las constantes teorías de la conspiración universal del tipo de
El código Da Vinci o similares) los relatos que han alimentado la imaginación
de lectores y espectadores han sido pródigos en mostrar la variedad de
apariencias que puede adoptar el mal. Nada de ello sería demasiado importante
si no fuera porque ha acabado contaminando los modos de ver e intervenir en el
mundo real de cada día. ¿Qué sentido tendría, sino, llamar a una guerra
económica una cruzada contra el Eje del mal? Hace poco tiempo, y ante la
sospecha de que EE.UU. fuese invadida por muertos vivientes (sic), hubo un
debate en el Parlamento de Canadá sobre cómo reaccionar ante la posibilidad de
que los susodichos walking dead atravesasen la frontera. Es posible que los
parlamentarios canadienses que llevaron el tema a la Cámara para su discusión
lo hiciesen como forma de mostrar el absurdo de todo el asunto, pero aún así.
El
miedo al otro no es nuevo. Lo importante es que, en una época donde la
superstición parecía superada por la racionalidad y el pensamiento científico,
la multiplicación exponencial de lo monstruoso como encarnación de la otredad
sea constante. Los tiempos que corren están acabando por parecer una vieja
repetición de los años treinta, aunque sea como parodia. A título de ejemplo,
no parece casual que los tres mitos que Hollywood asumió como bandera, tras el
crack financiero de 1929, tuviesen que ver con este tema: Frankenstein (James
Whale, 1931), Drácula (Tod Browning, 1931) y King Kong (Merian C. Cooper y
Ernest B. Schoedsack, 1933).
La
novela de Mary Shelley puede leerse como metáfora de un proceso que implicaba,
en su momento, un modo de intervención para producir un mundo nuevo y no
solamente una manera nueva de escribir sobre el mismo viejo mundo. En efecto,
la criatura, compuesta con fragmentos de cadáveres, no era presentada como un
monstruo, sino como una anomalía: era diferente y era esta misma diferencia la
que lo transformaba en un ser monstruoso para el resto de la sociedad. Drácula,
por su parte, puede ser asimismo considerado, junto con Frankenstein, otro de
los mitos fundadores del imaginario social de la modernidad. Tanto uno como
otro, la criatura del Frankenstein de Mary Shelley y el Drácula de Bram Stoker,
representaban de manera oficial la monstruosidad, es decir, la tipifican en
periodo inmediatamente posterior al cenit de la Ilustración. Ambos
sintomatizan, en efecto, lo siniestro, como característica consustancial del
mundo en el que nos movemos. No debemos olvidar que tanto uno como otro, en
primer lugar el mito de Frankenstein como base y, más tarde, el mito de Drácula
como desarrollo, son textos escritos en dos momentos históricos diferentes,
pero que comparten una cierta base común: surgir en el interior de lo que
podemos considerar la lógica cultural del imperio del momento. Ambos pertenecen
al ámbito de influencia del Imperio británico; las dos son novelas inglesas,
aunque una se escriba en Ginebra (la de Mary Shelley) y la otra en Londres.
Las
dos narraciones surgen en un mundo cuya aparente solidez y cuya lógica
explicativa empieza a descomponerse y que, de hecho, estallará definitivamente
con la pérdida de hegemonía del Imperio británico después de la Primera Guerra
Mundial. En ese momento, quien pasa a primer término, tomando el relevo, es el
imperio americano al asumir, no solo el poderío económico y militar, sino
también los mitos sintomáticos de Frankenstein y de Drácula, apropiados por el
nuevo gendarme de Occidente de una manera un tanto peculiar y reductora,
primero como adaptación para la escena de Broadway y luego como películas de
éxito. Frankenstein, como sabemos, es el nombre de un médico ginebrino que
crea, con trozos de cadáveres, un cuerpo vivo, y ese cuerpo, conforme se va
reconociendo en su soledad y en su diferencia, toma también conciencia de que
la sociedad le rechaza, fundamentalmente porque no es como los demás.
En
ese sentido, la novela era, al mismo tiempo que una metáfora sobre la ciencia,
la modernidad y el mito del progreso, una reflexión sobre la dificultad de
abrirse camino en un mundo que no acepta lo diferente. Cuando el cine la
incorpora a su universo, la historia es utilizada como metáfora del peligro que
supone el ir contra las leyes, no ya de la cultura, sino de la naturaleza,
entendida como algo que nos viene dado de una vez por todas y que nosotros no somos
quiénes para contradecir.
No
es casual que, contra lo que era habitual, el filme se abriese con un prólogo
en el que el productor advertía que la película que íbamos a presenciar trataba
de lo que puede suceder cuando queremos suplantar a Dios. Recordemos que la
criatura es obra de un médico que intenta conseguir, en un laboratorio, lo que
siempre se supone patrimonio de la divinidad: crear vida (es el mismo pecado
original de Adán y Eva, si aceptamos que la famosa manzana no es sino una
alegoría de la relación sexual).
La
novela, en ese sentido, permitía ser leída como una especie de blasfemia, y no
es casual que en un país tan religiosamente reaccionario como el
norteamericano, la idea de castigar esa voluntad de rebelión pareciese
fundamental. De hecho, quien dirigió la adaptación, un cineasta europeo
trabajando en EE. UU., intentaba hacer una lectura menos sesgada, presentando a
la criatura como una víctima y no como un verdugo. No deja de ser curioso que
la película circulase con el corte de varios planos muy importantes (y que se
haya visto por lo general de ese modo, salvo en las copias recientes que
reconstruyen el filme de Whale en su integridad). Esos planos cortados
corresponden a la escena en que la criatura, que ha abandonado la casa del médico,
se encuentra con una niña al borde de un lago. La niña, a quien no asusta el
aspecto del extraño (los niños, en su inocencia, aún no han interiorizado el
miedo al otro) le invita a jugar con ella. El juego consiste en arrojar flores
al agua y ver cómo la corriente las arrastra. Cuando la criatura termina con
las flores que le ha dado la niña, mira con nerviosismo sus manos vacías, luego
coge a la niña (una flor como las otras) y la lanza al agua, esperando
(suponemos) que flote también. La niña, que no sabe nadar, se hunde sin
embargo, ante la desesperación de la criatura, que no entiende lo que ocurre y
huye despavorida del lugar, mientras en paralelo avisan al doctor de que su
creación ha escapado de casa y anda suelta por la ciudad. En la versión que
normalmente se conoce, toda esta secuencia, de 5 minutos de duración, ha
desaparecido. De la imagen de la criatura mirando con extrañeza sus manos
vacías pasamos, por corte directo, a la de un padre que lleva en sus brazos el
cadáver de la pequeña. El accidente inesperado se ha convertido, así, para los
espectadores en un crimen, y la criatura en un monstruo. Este desplazamiento,
que transforma lo que era una metáfora sobre la tolerancia en un síntoma de la
necesidad de defendernos de lo que no es como nosotros, resulta bastante
similar al que opera en la utilización, por parte del cine, de un personaje tan
emblemático como es el de Drácula.
Más
allá de las connotaciones de posesión demoníaca que suelen acompañar al tema
del vampiro, el personaje de Stoker —del que solo sabemos lo que otros dicen de
él, por cartas, diarios, etc., pero que nunca aparece como tal—, como ocurre
con el Mr. Hyde de Stevenson, parece remitir a ese otro interior, poco amante
de someterse a las leyes represoras de las convenciones morales imperantes,
sobre todo en el orden de lo sexual; un otro interior que todos podemos ser y
al que el puritanismo victoriano insistía en negar (no es casual que ambos son
coetáneos del famoso Jack el Destripador).
No
parece gratuito que el actor elegido por Browning para encarnar el personaje,
el húngaro Bela Lugosi, se presentase con un maquillaje que recordaba de
inmediato la figura del latin lover por excelencia del cine inmediatamente
anterior, Rodolfo Valentino. Por su parte, el gorila provenía (al igual que
Drácula) del tercer mundo, ajeno a las ventajas y los avances del “progreso”, y
es su entrada en la sociedad “civilizada” de Nueva York la que genera su
desubicación y el conflicto. El extranjero, el diferente exterior y el
diferente interior no son sino la personificación de lo monstruoso y deben ser
destruidos. ¿No resuenan estas tres metáforas en las posturas
antiinmigratorias, misóginas y/o homofóbicas tan subrepticiamente
reintroducidas estos últimos tiempos en ciertos discursos “oficiales”, tanto
políticos como episcopales? Sin embargo, la demonización debía ser lo
suficientemente sutil y nunca explícita (lo que ocurre en los tres casos
citados) para no despertar el rechazo frontal del sistema. En ese sentido, el
error “político” de Tod Browning en la película que realizó tras el éxito de
Drácula, Freaks (1932), fue mostrar abiertamente sus cartas. Basada en un
relato corto de Clarence Aaron Robbins (de quien el director ya había adaptado
su novela The Unholy Three en 1925), la película, interpretada por personas con
deformidades físicas e incluso con problemas psiquiátricos reales, narraba la
venganza de un enano, artista de circo, sobre una seductora trapecista sin
escrúpulos que, en connivencia con el hombre forzudo, intenta quedarse con su
dinero casándose con él. La solidaridad del grupo de trabajadores hacia su
compañero burlado, que hizo definir el filme a algún crítico, muchos años
después, como un alegato en favor de la tolerancia, hace que incluso el
espeluznante final adquiriera el aspecto de un acto de justicia poética.
Los
verdaderos monstruos eran, en suma, los personajes normales, es decir,
nosotros, no el otro, y eso era demasiado duro de digerir. Como consecuencia,
Browning
inició un rápido declive que le hizo desaparecer de la industria a finales de
esa misma década. Hace pocas semanas, la nieta de un amigo, de cuatro años de
edad, volvió alteradísima del colegio de monjas donde sus padres la habían
inscrito.
“Abuelito”,
dijo ante nuestro estupor, “nos han contado la vida de Jesús. Lo torturaron, lo
mataron y resucitó. ¿Jesús es un zombie?”.
Definitivamente,
los niños son los únicos monstruos de verdad que aún quedan. Por eso, además de
una esperanza, son un peligro público. No es raro que quienes nos gobiernan
prefieran educarles con el catecismo antes que con la educación para la
ciudadanía.
Jenaro
Talens es autor de El sujeto vacío y Oteiza y el cine, entre otros ensayos. Su
dilatada trayectoria poética presenta títulos como Tábula rasa y Un cielo avaro
de esplendor. Hasta 2011 fue catedrático de Literaturas Hispánicas.
Articulo
: http://www.elboomeran.com/15/02/2013
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