25 ago 2011

Los Románticos Alemanes (selección y fragmentos)

Friedrich Klinger
DISCURSO DE SATANÁS

¡Príncipes, poderosos, espíritus inmortales, sed bienvenidos! ¡Un estremecimiento de placer me recorre al ver ante mí esta multitud de héroes! Seguimos siendo lo que éramos cuan­do despertamos por primera vez en esta charca, cuando nos reunimos por primera vez; sólo aquí impera un sentimiento, sólo en el infierno reina la unidad, sólo aquí trabajan todos en procura de un mismo objetivo. Quien reina sobre vosotros es capaz de olvidar fácilmente el monótono resplandor del paraíso. Admito que hemos sufrido mucho y que seguimos sufriendo, porque el ejercicio de nuestro poder se ve limitado por Aquel que parece tememos más de lo que nosotros le tememos a Él; pero el sentimiento de la venganza que nos tomamos en los hijos del polvo —los débiles favoritos de Él—, el espectáculo de su demencia y de sus vicios, que no hacen sino echar siempre por tierra las intenciones de su Protector, compensan ese sufrimiento. ¡Honor y gloria a vosotros, a todos los que os inflamáis con esta idea!...


Joseph von Eichendorff
DE LA VIDA DE UN INUTIL

Capítulo VII
Me había alejado a toda prisa, marchando día y noche, pues aún sentía zumbar los oídos, como si los montañeses si­guieran corriendo tras de mí, con sus gritos, sus antorchas y sus largas cuchillas. Por el camino me enteré de que sólo estaba a un par de millas de Roma. Experimenté un verdadero sobre­salto de alegría. Porque desde niño había oído hablar en mi casa de la grandiosa Roma, y cuando los domingos por la tarde me tendía en la hierba, delante del molino, y todo lo que me rodeaba permanecía inmóvil, yo imaginaba la ciudad de Roma como las nubes que pasaban sobre mí, con maravi­llosas montañas y precipicios, junto a un mar azul y puertas de oro y altas torres rutilantes, sobre las cuales cantaban ángeles con áureas vestiduras.
La noche había caído hacía tiempo ya, y la luna brillaba esplendorosa cuando por fin emergí del bosque y, de pronto, desde una colina, divisé la ciudad a la distancia. El mar res­plandecía a lo lejos, el cielo centelleaba y chisporroteaba en millones de estrellas y abajo se extendía la Ciudad Santa, de la cual sólo se divisaba una franja de niebla. Era como un león dormido sobre la silenciosa tierra, y las montañas que se levantaban a los lados semejaban gigantes negros que guardarán su sueño.
Llegué primero a una gran landa desierta, tan gris y silen­ciosa como una tumba. Sólo aquí y allá se veían restos de un antiguo muro o algún arbusto seco, con ramas bellamente re­torcidas. De tanto en tanto, un ave nocturna cortaba el aire…


Friedrich von Schiller
MUERTE DE WALLENSTEIN

Parezco digno de castigo y esa culpa
no puedo arrojar de mí, por mucho que me empeñe;
porque me acusa la ambigüedad de mi vida pasada
y hasta la acción más limpia,
por la sospecha, he de ver emponzoñada.
Si yo fuera el traidor que todos imaginan
habría sabido guardar las apariencias,
tras impenetrable máscara, me habría ocultado,
nunca habría expresado mi descontento. De mi inocencia,
de mi recta voluntad consciente,
al capricho, a la pasión, di rienda suelta.
La palabra era atrevida, porque la acción no lo era.
Lo que ocurrió al acaso ahora ha de verse
como parte de un plan preconcebido,
y la palabra que la ira o la alegría
dictó, cuando el corazón me desbordaba,
se entretejerá en artificial urdimbre
y ante la terrible acusación que de ello surja,
mudo deberé permanecer. He caído
envuelto en mis propias redes y sólo la violencia
logrará desgarrarlas y librarme.
(…)


Heinrich von Kleist
CARTAS

A Ulrike von Kleist
Mi amada Ulrike (tachado: ¡ Mi muchacha fuerte!)
Lo que te escribiré puede costarte la vida; pero debo, debo, debo llevarlo a cabo. He releído mi obra en París, la he repudiado y la he quemado. Este es el fin. El cielo me ha negado la gloria, el supremo bien sobre la Tierra; yo, como un niño caprichoso, le arrojo todos los demás. No puedo ser digno de tu amistad y no puedo vivir sin ella: me lanzo, pues, a la muerte. Tranquilízate, moriré la hermosa muerte de las batallas. He abandonado la capital de este país y me he trasladado a la costa septentrional. Ingresaré a las filas del ejército francés, que pronto cruzará a Inglaterra; el fin nos aguarda allende el mar, me llena de regocijo la perspectiva de un sepulcro tan infinito, tan grandioso. ¡Oh, amada, tú serás mi último pensamiento!
Heinrich von Kleist
St. Omer, 26 de octubre de 1803

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